Pica y Arcabuz: los Tercios españoles

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Cada época y nación lleva asociada un símbolo por el que es recordada en el imaginario colectivo durante siglos posteriores. En ocasiones, este símbolo viene de la mano de la cultura y el arte como el caso de la Antigua Grecia, del cambio y alzamiento sociales como el caso de la Revolución Francesa y en otras, por el poderío militar como ocurriese en la Edad Media, que quedó vinculada a la imagen del caballero y su imparable carga.

Así ha ocurrido con el Imperio Español, que ha pasado a la Historia vinculado a su arma más eficiente de expansión y defensa de sus intereses, los aguerridos Tercios españoles.

La Rendición de Breda, de Velázquez (1634-1635)

Los Tercios españoles fueron la unidad de élite del primer ejército moderno europeo, un ejército formado por soldados profesionales que dejaba atrás el antiguo sistema medieval de las levas y el mero uso de los cuadros de mercenarios.

En vez de eso, los regimientos de Tercios se sostenían gracias a hombres alistados de forma voluntaria y que se convertían en profesionales con el trascurso de las campañas, a cambio de una soldada que, como ha popularizado el escritor Pérez Reverte en su saga del “Capitán Alatriste”, llegaba tarde las más de las veces y cuando llegaba se iba pronto.

El origen de ésta formidable unidad de infantería de elite que se mantuvo imbatible durante más de un siglo en los campos de batalla europeos parece estar en las falanges de piqueros suizos, cuyo modelo se imitó en territorio ibérico en tiempos de los Reyes Católicos durante la guerra de Granada.

Sin embargo, fue el ingenio español el que combinó las formaciones de picas de cuatro e incluso seis metros de largo con el uso de la ballesta, siendo ésta pronto sustituida por armas de fuego como el arcabuz y más tarde el mosquete, de mayor alcance.

Hemos de imaginar por tanto, la capacidad ofensiva y defensiva de dicha formación. Guerreros ligeros equipados con una armadura básica que consistía en poco más que un simple peto metálico al que se le unían en algunos casos protecciones metálicas para los muslos, y un capacete o morrión (el casco de ala que hoy en día se vincula con los conquistadores) y que portaban largas picas de hasta seis metros de largo las cuales formaban un impenetrable muro de madera y acero que podía empalar a sus enemigos a distancia, dada la longitud del asta, y que se convertía en una muerte segura para las cargas de caballería enemigas.

A lo anterior debemos sumarle la versatilidad que se conseguía con la inclusión del arcabuz en la misma formación, dado que las primeras líneas de batalla podían efectuar varias andanadas de disparos, mermando al enemigo y obligándole a cargar, momento en el que se encontraban con el mar de picas. Si por el contrario, el enemigo no avanzaba, era abatido a distancia gracias a las armas de pólvora.

Si lo anteriormente señalado pareciese poco, es menester el señalar que, dentro del cuadro de piqueros, solían estar refugiados un tipo de guerreros conocidos como “rodeleros”, hombres armados con espadas, dagas, cuchillos y pequeños escudos redondos y de aristas cortantes de los que recibían su apodo que, una vez trabados los piqueros en combate, salían de los flancos de la formación para, acero en mano, “agilizar” la matanza.

Tercios españoles: alabardero, alférez y arcabucero

Así, los Tercios se convirtieron en una importante baza militar para España y su renombre se extendió por Italia, Alemania, Holanda, Inglaterra e Irlanda entre otros, y no siempre su recuerdo fue grato, al contrario, les acompañó una oscura estela de masacres, rapiñas y pendencias.
Y es que a nadie debe asombrar tan amarga leyenda de un cuerpo militar, pues a fin de cuenta las guerras no son bellas, sino crudas y violentas batallas que sacan lo peor de los hombres con independencia de sus orígenes.

Sin embargo, puede que en el caso de los tercios, esa sombra fuese aún más vívida, por la conjunción del extremista concepto del “Honor” y la “religiosidad” exacerbada de aquellos hombres que los componían.

Desde el punto de vista religioso, el Imperio Español defendía un pétreo catolicismo y sus tercios eran los paladines de aquel paradigma. Cierto es que cometieron tropelías en las plazas y territorios que conquistaron, pero no más que cualquiera de sus homónimos en aquellos días de expansiones. No obstante, los países protestantes contra los que luchaban trataron de envilecer sus conductas más de lo que en verdad fueron en gratuitas propagandas de odio contra el invasor, lo cual ocurre en cualquier guerra aún en la actualidad.

Al mismo tiempo, el “Honor”, que con tanto empeño defendiesen, fue también un arma de doble filo. Por un lado, el concebir el cumplimiento de sus órdenes como algo personal, hizo que aquellos hombres se jugasen el tipo en lo más encarnizado del combate, que no diesen un paso atrás por difícil que se pusiesen las cosas y que, a diferencia de lo que se cree, no se amotinasen tan prestos como los soldados de otros ejércitos cuando la paga o “soldada” no llegaba.

Por otro lado, el soldado de Tercio español era sumamente orgulloso y entendía cualquier afrenta, por mínima e inintencionada que fuese, como un ataque directo a su honor personal y al de los suyos, por lo que siempre estaban dispuestos a hacer uso de sus aceros a la mínima provocación, finalizando cualquier desavenencia en un derramamiento de sangre, incluso con los suyos propios.

Ciertamente, el soldado de Tercio era un hombre de carácter rudo y pendenciero, que sumado a lo anterior, lo convertían en una amenaza en los campos de batalla y al mismo tiempo requería de mandos fuertes y altamente disciplinados para dirigirlos, además de severos castigos para quien desobedeciese las ordenes. Y esto es algo que, la Historia, jamás les perdonó.

En cualquier caso, éste símbolo de una época de esplendor de un Imperio de contrastes, de luces y sombras, trascendió lo meramente militar y quizás por eso llegó a convertirse en símbolo del momento. No en vano la literatura está plagada de las hazañas de aquellos hombres así como la pintura de los grandes como Velázquez en su mítica “Rendición de Breda” e incluso en muchas de las frases populares que usamos en nuestros días, tales como aquella de “poner una pica en Flandes” para referirnos a que tal o cual cosa es en extremo complicada o el mandar a alguien “a la porra”.

Picas y arcabuz, la estampa de dos siglos de continuo batallar.

Imágenes: Creative Commons en Wikimedia

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