La Santa Alianza como instrumento de la Restauración

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Víctor Muñoz Fernández
Apasionado por la Historia, es licenciado en Periodismo y Comunicación Audiovisual. Desde pequeño le encantaba la Historia y acabó por explorar sobre todo los siglos XVIII, XIX y XX.

La Santa Alianza fue creada por el zar Alejandro I el 26 de septiembre de 1815. Aunque al principio no fue tomado en serio, fue suscrito por Austria, Rusia y Prusia. El ministro de exteriores británico, Lord Castlereagh, lo calificó de “ejemplo de sublime misticismo e insensatez”. Una opinión parecida la tenía el canciller austríaco, Klemens von Metternich, quien afirmó que la Santa Alianza era una “declaración de un vacío sonoro”. Sin embargo, como no obligaba a nada buscar la paz, la suscribieron rápidamente.

El zar Alejandro I de Rusia

La alianza venía a ser un pacto de ayuda mutua entre los monarcas cristianos, a fin de mantener “los preceptos de justicia, caridad y paz”, para lo cual deberían estar dispuestos a “ayudarse y socorrerse en cualquier ocasión y lugar”. También venía a reivindicar el papel hegemónico en Europa del zar como árbitro de la paz. A lo largo del Congreso de Viena había visto reducidas sus pretensiones de forma dramática, por eso buscaba resarcirse con este pacto.

El motivo que llevó a Alejandro I a fundarla, fue el entusiasmo mítico del zar que tenía desde que se desató la Revolución Francesa. Su mentora religiosa, la baronesa von Krüdeneer, consideraba al zar el elegido de Dios para acabar con las ideas revolucionarias y con Napoleón. Alejandro I debería regenerar Europa de todas las revueltas puestas en marcha en 1879.

La necesidad más inmediata que tenía esta alianza era la de mantener el absolutismo en Europa, pudiendo recurrir a la violencia para evitar los posibles movimientos revolucionaros. Así, la Santa Alianza se convertía en el instrumento más útil de todas las potencias monárquicas del centro de Europa para mantener sus hegemonías totalitarias.

El tratado estaba abierto a todos aquellos monarcas que quisieran adherirse, si se sintieran identificados. Pero excluía, a priori al rey de Gran Bretaña, al sultán de Turquía y al Papa. El primero tenía prohibido por ley realizar pactos sobre su persona. El sultán no podía unirse, ya que la Santa Alianza era un tratado cristiano. Y, por último, el Papa no podía participar, por ser un pacto cristiano pero no católico.

En definitiva, la Santa Alianza dotaba a la mayoría de los países que habían participado en el Congreso de Viena de una pieza fundamental para consagrar una política de principios sustentada en la religión.

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