El estallido de las revueltas de febrero de 1848 en Francia fue el detonante de la tercera ola revolucionaria liberal que recorrió toda Europa. Fue un movimiento de tal magnitud que hasta llegó a Austria, la gran defensora del absolutismo en Europa. Antes de ver cómo y de qué manera se produjo, hay que entender el contexto en el que estaba el país centroeuropeo.
El Imperio Austríaco estaba integrado por un conjunto de pueblos diversos, agrupados en varias entidades políticas. El encargado de mantener el balance entre todas ellas fue el canciller Metternich. Su principal tarea fue la de evitar que ninguno de los pueblos tuviese aspiraciones nacionalistas, ya que si despertaban estos sentimientos entre la población, se acabaría con la esencia del imperio. La administración de todo el territorio estaba en mano de los austríacos, a excepción de Hungría, que tenía un estatuto particular debido a su tradición histórica.
En 1830, ya hubo algunas amenazas, pero no fue hasta 1848 cuando reaparecieron. Tanto los magiares como los eslavos y los rumanos empezaron a tener cada vez más conciencia de su individualidad y querían que fuese reconocida por el emperador y por el canciller. Recibiendo siempre misivas y una dura represión como respuesta, optaron por el plan alternativo: unirse y formar un bloque potente.
Es así como el 13 de marzo de 1848 empezó la Revolución de 1848 en Viena. La ciudad se llenó de barricadas y de muertos cuando estudiantes, burgueses y obreros reclamaron una constitución para Austria y la dimisión del canciller Metternich. El mandatario fue incapaz de controlar la situación, por lo que huyó disfrazado mientras el barón de Pillersdorf, un aristócrata liberal moderado, formó un gobierno provisional.
En mayo se convocó una Asamblea Constituyente que tendría que redactar una constitución pero no todo fue tal y como se esperaba, ya que hubo una firme reacción por parte del gobierno imperial. Tras la muerte del ministro de la Guerra, el emperador Fernando I ordenó el bombardeo de Viena, que acabó por rendirse en octubre de 1848. El resultado fue la disolución de la Asamblea y la derogación de la constitución. Además, el emperador austríaco abdicó en favor de su sobrino, Francisco José I.
Pero como ya hemos mencionado, el Imperio era muy variopinto, por lo que el fuego de la revolución llegó a otros lugares, como por ejemplo Bohemia. Los checos querían constituir una Bohemia completamente independiente con los eslavos del norte y del sur. Reivindicaban la promulgación de una “Carta de Bohemia” en la que se garantizara la creación de una Dieta Imperial o de un parlamento y en la que se respetaran las libertades políticas. El 12 de junio de 1848 se reunieron en Praga los máximos líderes eslavos, formando un congreso paneslavista. Debatieron sobre el presente y el futuro de los eslavos y destacó especialmente la figura del nacionalista checo Frantisek Palacky. El problema es que las aspiraciones duraron poco debido a la gran represión que llevó a cabo la corona austríaca contra el territorio de Bohemia.
Otro de los territorios que se alzó fue Hungría. El 3 de marzo de 1848 reclamaron la plena autonomía y empezaron un movimiento mucho más fuerte que los anteriores. Consiguieron que el 11 de abril les otorgaran un estatuto especial, así como una Dieta Imperial y un gobierno propio.
Al frente del nacionalismo húngaro estuvo Kossuth, fundador del partido demócrata, que era partidario de la independencia y que presentó una moción el 14 de abril para destronar a los Habsburgo. Sin embargo, al igual que el resto de revueltas, esta tuvo un final desafortunado. El emperador Francisco José I, con la ayuda del zar Nicolás I, juntaron un ejército que redujo a cenizas todas las demandas y aspiraciones húngaras.
Fue el final de la primera oleada revolucionaria que sufrió el Imperio Austríaco y que puso de manifiesto la debilidad del sistema de la Restauración. El principio del fin había llegado para Europa.