En el Antiguo Egipto, la religión lo invadía todo. Quizá el termino ‘invadir’ contenga una connotación negativa, pero realmente el elemento religioso en la antigua civilización de Kemit ocupaba la totalidad de la vida, la historia, la cultura y el pensamiento de la sociedad egipcia.
Cuando hablamos de la historia del Egipto faraónico, de hecho, estamos hablando de una historia en la que la relación del hombre con sus deidades condiciona todos y cada uno de los múltiples ámbitos de la actividad humana: la economía, la política, la organización social, el desarrollo artístico, la vida cotidiana… Es por ello que los egipcios se preocupaban en gran medida por contentar a sus dioses, para los cuales levantaban edificios majestuosos y realizaban todo tipo de representaciones artísticas.
En el Antiguo Egipto, la división entre religión oficial y privada estaba muy marcada. Aunque las prácticas privadas no se conocen muy bien del todo, dentro de las oficiales, de las que se documentan gran cantidad de registros de todo tipo, se incluían los cultos y las fiestas que se celebraban en los templos principales, así como las solemnes prácticas funerarias que se realizaban a la muerte de las grandes personalidades del Reino, el faraón, su familia y los altos dignatarios.
Vemos por tanto que la religión oficial en Egipto está estrechamente ligada con la jerarquía social. A estos grandes ritos y a los templos sólo tenía acceso un grupo reducido y selecto de personas: el faraón, su corte y los sacerdotes. En la cúspide del escalafón se encuentra desde las épocas más remotas del Egipto Antiguo el faraón, que además de aglutinar el poder político, era la cabeza de la iglesia (entendida aquí como la organización religiosa, no en su concepto cristiano) y tenía importantes funciones religiosas.
Se entendía que como cabezas visibles del reino y con poderes dinásticos otorgados por los dioses, los faraones debían actuar de intermediarios entre el mundo divino y el terrenal y, con ello, encargarse del beneplácito de las deidades para que aseguraran el bienestar del pueblo.
El faraón representaba al hombre entre los dioses y a los dioses ante la humanidad, de ahí que de él dependiera organizar toda clase de ceremonias cúlticas para ganarse el favor divino y evitar desgracias a sus súbditos, en definitiva, se encargaba de imponer el orden sobre el caos a través del culto.
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Precisamente por todo esto, la religión oficial egipcia debía seguir toda una serie de plazos y normas que regulasen la vida religiosa en los templos y demás centros sagrados. Pero no por ello era una religión pública, pues como ya se ha dicho sólo unos pocos privilegiados participaban de ella.
De ahí también que en muchas ocasiones se identificara con las deidades, aunque en general nunca recibió un culto personal en vida, salvo algunas excepciones como el monoteísmo que impuso Akenatón durante la Revolución de Amarna, y fue tratado como un elemento distintivo e intermedio.
Muy diferente es lo que ocurría cuando moría: al perecer, el faraón debía seguir todo un proceso introspectivo de paso del mundo de los vivos al Más Allá; un proceso regido por el Libro de los Muertos que conducía a la apoteosis del faraón, es decir, a su conversión en un dios.
Durante la época del Imperio Nuevo, se consolidan las bases de una casta sacerdotal permanente y especializada. En momentos anteriores, el sacerdocio no comportaba una dedicación exclusiva y sus funciones se limitaban a las de oficiar los ritos funerarios y poco más.
Pero a partir de la dinastía XVIII, la época de apogeo en la construcción de templos, renace como un grupo social cohesionado y jerarquizado, cuyos privilegios solían transmitirse de padres a hijos, aunque el faraón siempre tenía la última palabra en la designación de sus oficiantes.
En los templos, las necesidades básicas del culto las satisfacían todo tipo de oficiantes, especialistas en ritos, lectores, escribas, e incluso artistas que inmortalizaran los acontecimientos. A la cabeza se encontraba el sacerdote de Amón, que encabezaba una plantilla numerosa a su cargo.
Existían también reglas de comportamiento y pautas de pureza, aunque no eran tan estrictas como en otras sociedades como la mesopotámica.