El Imperio romano dio forma al mundo occidental en una extensión que iba desde el norte de Britania hasta el Sáhara y desde la costa atlántica hasta el Éufrates. Sus legiones y sus leyes llevaron la paz y la prosperidad hasta los confines del mundo conocido. Unos límites representados por una poderosa civilización que les hizo frente desde Oriente, donde los Imperios parto y persa dominaban las grandes rutas comerciales.
Por allí había pasado Alejandro Magno, creador de un sueño de gloria y conquista que seduciría por igual a griegos y romanos. Y allí cayeron los César, Marco Antonio y una larga sucesión de emperadores intentando emular la aventura del gran conquistador. Fue en Persia donde Roma detuvo su expansión.
El águila y el león se sumerge a través de la poderosa prosa de Adrian Goldsworthy, uno de los historiadores más prestigiosos del periodo, en el choque de estas entidades todopoderosas que cruzaron sus destinos en un rompecabezas que nadie supo resolver durante siete siglos.
«El Águila y el León», resumen del libro
El historiador Adrian Goldsworthy transporta al lector en el tiempo a una época lejana: la del Imperio romano y la relación entre Roma y Partia-Persia. La profundidad de este texto trasciende la mera reconstrucción histórica de hechos y fechas: el autor explica que la historia no se hace por la sucesión de acontecimientos aleatorios, sino que está dictada por la condición humana en sus diferentes facetas.
La historia se presenta, en cierto sentido, como una especie de guía que puede ayudarnos a comprender mejor el mundo actual y la sociedad en la que vivimos.
«Sería absurdo pretender que el estudio de la rivalidad entre Roma y Partia-Persia nos muestre cómo interpretar exactamente un conflicto del siglo XXI. Sin embargo, puede ayudar un poco a comprender la naturaleza humana», afirma Goldsworthy.
Y menciona, a modo de ejemplo, la guerra entre Rusia y Ucrania: un conflicto que, posiblemente, Rusia esperaba resolver rápidamente a su favor tras la ocupación de Crimea en 2014. Errores de evaluación, subestimación del enemigo o confianza excesiva en las propias capacidades son elementos que se repiten cíclicamente.
Según el autor, vivimos en «una sociedad cada vez menos militar en la que pocos comentaristas o líderes parecen tener idea de lo que los ejércitos y la fuerza militar pueden y no pueden lograr». Y parece que el mundo se ha olvidado del drama vivido por unos países durante la Segunda Guerra Mundial.
«La magnitud del cambio en Alemania y Japón fue más drástica que las consecuencias derivadas de la mayoría de las guerras de la historia de la humanidad», reflexiona en este análisis de una historia de competencia secular entre dos imperios: el romano y el parto-persa.
Otro aspecto relevante del libro es la capacidad de contar la historia desde un punto de vista diferente a la de las fuentes romanas, es decir, destacando también el papel que desempeñaron los pueblos que entraron en contacto con el Imperio romano, como los partos y los persas sasánidas.
Goldsworthy explica que los partos fueron vecinos y rivales del Imperio romano durante más de trescientos años; cuando la dinastía parta cayó en el año 224 d.C., fueron sucedidos por los sasánidas que gobernaron durante cuatro siglos más: era el mismo imperio, un gran reino que incluía los territorios que hoy son Irán e Iraq, parte de la Siria y de Afganistán, Turkmenistán, Azerbaiyán y Georgia.
«Ni los partos ni los persas fueron nunca conquistados por Roma y ambos infligieron algunas derrotas devastadoras a los ejércitos romanos», precisa el autor subrayando que, en ningún otro lugar, los romanos compartieron fronteras con un estado tan grande o sofisticado durante un periodo de tiempo tan largo.
Contrariamente al enfrentamiento anterior de Roma con Cartago, que duró en torno a un siglo y acabó con la extinción política de este último, los enfrentamientos de Roma con Partia-Persia nunca llevaron a una derrota completa de estos pueblos de Asia y Oriente Próximo.
Cuando la estirpe de reyes partos fue derrocada, esta fue simplemente sustituida por la dinastía sasánida: básicamente se trataba del mismo Imperio iranio, aglutinador de las mismas regiones y pueblos.
«Los partos-persas estuvieron en contacto directo con los romanos durante unos siete siglos, a veces en guerra y a veces en paz, siempre recelosos unos de otros y con una rivalidad continua», confirma Goldsworthy argumentando que al final tanto los romanos como los partos-persas tuvieron que lidiar con un nuevo y peligroso enemigo común: los guerreros árabes bajo los estandartes del Islam.
Según el autor de El águila y el león, estos cambios de época no deberían sorprender: los imperios han surgido siempre y han caído a lo largo de la historia, pero a veces el colapso se ha producido rápidamente. Incluso la historia más reciente nos ofrece ejemplos de reveses sensacionales en los campos de batalla.
El Tercer Reich de Hitler, que parecía invencible con la avanzada implacable de su Wermacht en casi toda Europa, fue derrotado en menos de cuatro años por el Ejército Rojo de la Unión Soviética, que entró triunfante en Berlín. Goldsworthy utiliza el ejemplo de las tres Guerras Púnicas para explicar las razones que llevan a una cualquier civilización a vencer a sus adversarios.
«La República romana derrotó a la República cartaginesa porque había tenido la capacidad y la voluntad de sufrir bajas a una escala terrorífica; más de cien mil soldados romanos e itálicos y un tercio del Senado romano sucumbieron en las tres primeras campañas de la guerra contra Aníbal», resalta en el libro, donde además se puede encontrar una estadística sorprendente: «El total de efectivos militares de que disponía la República romana, cuando Aníbal invadió Italia en 218 a.C., se estimaba en más de setecientos mil, diez o incluso veinte veces más que los recursos de cualquier otra ciudad-estado y sustancialmente superiores a los de cualquier reino», precisa el autor subrayando la importancia de tener soldados muy motivados, dispuestos a someterse a una dura disciplina, para lograr la victoria.
La destrucción de Cartago y Corinto en el año 146 d.C. consolidó el dominio de Roma en todo el mundo occidental y griego.
A veces, sin embargo, el enemigo no venía tanto del exterior como del interior: varias civilizaciones del pasado tuvieron que experimentar esta incertidumbre. Goldsworthy recuerda que, en un mismo tiempo, tanto Roma como Partia-Persia sufrieron crisis internas. En Roma todo esto estuvo determinado por el ansia de poder de los líderes de la República que empezaron a hacerse la guerra entre sí.
El problema principal fue que esas guerras civiles alejaron a las tropas romanas de sus bases habituales, despojando de soldados zonas fronterizas que habían estado fuertemente vigiladas, en algunos casos durante décadas. «Las guerras civiles debilitaron a Roma en el mismo momento en que una guerra civil parta creó la dinastía sasánida e hizo que Ardacher I y su sucesor ansiasen una gloria sin mácula contra una potencia extranjera con el fin de legitimar su propio reinado. Tenía todos los ingredientes para una guerra», explica el autor.
El ejército parto que más se adentró en las provincias romanas fue el de Sapor I: sus tropas atravesaron Siria llegando hasta Capadocia y Cilicia. El principado establecido por Augusto había creado estabilidad durante mucho tiempo, lo que convertiría Roma en un vecino mucho más predecible y amable desde el punto de vista de los partos.
«La inestabilidad dentro de cualquiera de los dos imperios tendía a hacer menos predecible su comportamiento ante el otro, en tanto que esperaban y observaban para ver quién emergía como nuevo gobernante». Goldsworthy define como algo «beneficioso» para ambas partes mantener buenas relaciones entre sí.
Al final, la aparición del profeta Mahoma y el Islam en el escenario internacional de la época representó una verdadera amenaza para la estabilidad y seguridad tanto de Roma como de Partia-Persia.
Al principio, los musulmanes tenían más simpatía por los romanos que por los sasánidas. Desde un punto de vista islámico, los romanos adoraban al Dios verdadero, aunque estuviesen equivocados en su comprensión; en cambio, los sasánidas eran totalmente incompatibles con la cultura monoteísta del Islam, porque eran politeístas y profesaban el zoroastrismo.
Además, tenían una idea de sociedad altamente jerarquizada y con distinciones sociales, a diferencia de la cultura islámica que era partidaria de una visión de comunidad más igualitaria. Sin embargo, en el año 632 d.C., los árabes empezaron sus ataques contra ambos. Siria, Palestina y Mesopotamia fueron cayendo en manos de los ejércitos musulmanes; entonces llegó también el turno de los territorios sasánidas. Al igual que los romanos, los sasánidas intentaron resistir enviando todas las tropas disponibles contra los invasores árabes.
Goldsworthy explica que la rivalidad entre Roma y Partia-Persia llegó a su fin cuando hizo su aparición una tercera fuerza política y militar como la del mundo árabe, que supo aprovechar el debilitamiento que los dos imperios se habían causado mutualmente durante los siglos anteriores.
«Las conquistas árabes pusieron fin a más de cuatro siglos de rivalidad entre romanos y sasánidas; de casi siete siglos si incluimos a los partos arsácidas. Desde el punto de vista político, el cambio fue sísmico», concluye la épica historia de El águila y el león.