El período de entresiglos estimado entre los años de 1870 a 1914 es conocido como la Belle Époque. Generalmente fue un período de paz y prosperidad económica y social para las naciones, de ahí su nombre en francés.
Imperialismo y diplomacia: características políticas de la época.
En el terreno político, las grandes potencias se centraron en la expansión imperialista, que justificaba el dominio de unos países sobre otros en base a criterios de superioridad moral y económica, y que estaba motivado, además de por el empeño en ampliar fronteras, por la búsqueda de nuevos mercados y materias primas. Para 1898, prácticamente la totalidad del mundo se encuentra colonizado, lo cual dejará ver sus consecuencias políticas y demográficas en los años sucesivos, convirtiéndose el colonialismo decimonónico en una de las causas remotas que motivaron el estallido de la Primera Guerra Mundial.
En el entorno europeo, en ese año de 1871 la denominada Realpolitik del canciller alemán Otto von Bismark (basada en el enfoque de la política exterior hacia la estrategia diplomática y la búsqueda del equilibrio de poder entre las potencias europeas) parecía haber dado sus frutos. Con el fin de la guerra franco-prusiana, las relaciones internacionales de las grandes naciones de Europa consistirán básicamente en una red minuciosa de alianzas que otorgó largos años de paz general.
La Triple Alianza consumada en 1882 (una serie de pactos eminentemente defensivos, militares y económicos) alineó a Prusia, líder indiscutible de la guerra y beneficiaria de sus resultados, con Austria e Italia. Por otro lado, la recién nacida y derrotada III República Francesa, que además de la guerra perdió importantes enclaves económicos y estratégicos en favor de Prusia, buscó apoyos en la potencia industrial de Gran Bretaña y en la fuerza militar y geográfica de Rusia, que después de un largo proceso diplomático que culminó en 1907, terminarían por unir fuerzas y constituir la Triple Entente.
De esta forma, se consiguió un prolongado período de pacífica estabilidad en el que las grandes naciones europeas centraron sus esfuerzos en modernizar sus sistemas políticos y económicos, mejorar las condiciones sociales de sus gentes y extender sus influencias en otros territorios. Pero a la par, este juego estratégico de posiciones estaba fraguando toda una serie de desentendimientos que culminarían con el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914.
Al otro lado del Pacífico, los Estados Unidos de América, desde el manifiesto de la doctrina Monroe en 1826, orientaron su política exterior hacia el expansionismo intercontinental, la abstención en los asuntos europeos y la negativa a Europa de intervenir en la política americana, por lo que ampliará sus fronteras y con ello sus recursos económicos y humanos. Finalizada la fratricida Guerra de Secesión en 1865 y gracias en parte a este relativo aislamiento político de Europa, la nación norteamericana experimentó un desarrollo territorial, político y económico sin precedentes que la convirtió en una de las potencias más poderosas del mundo, llegando a competir con Gran Bretaña por convertirse en la mayor fuerza industrial.
En cuanto a los continentes de Asia, África y Oceanía, sufren las desavenencias derivadas de la colonización, pero a la vez se nutren en cierta medida de los beneficios que les reporta tener una metrópolis. Como todo nunca es o negro o blanco, si bien la colonización tuvo consecuencias negativas bien conocidas (devastación y despliegue demográfico, liquidación de recursos naturales, dominio lingüístico y cultural en detrimento de las identidades nacionales…), también introdujo nuevos medios de producción y modos de vida que condicionaron sin duda el desarrollo de esos países.
Gran Bretaña había ganado la carrera imperialista con la conformación del codiciado imperium continuum en África, creando una red casi ininterrumpida de colonias (a excepción del África Oriental Alemana) desde el Delta del Nilo en Egipto hasta el Cabo de Nueva Esperanza en Sudáfrica. Sus posesiones en Asia y Oceanía, sobre todo sus colonias de la India, Birmania y Malasia, se convirtieron en fuentes de materias primas que impulsaron el desarrollo de la industria y la productividad a gran escala.
Economía industrial y nuevo orden social.
La economía mundial, en términos generales, impulsada por los efectos de la Revolución Industrial, experimentó un rápido crecimiento, y con ello el auge demográfico. Esto permitió el desarrollo de las ciudades, que se centran ahora en embellecerse: París, Londres, Praga, Viena… y demás capitales competían por convertirse en los centros mundiales del arte y la cultura. Con el impulso económico, también se produjeron importantes cambios sociales.
La Revolución Industrial dio lugar a un nuevo orden social en el que la burguesía enriquecida de la industria, los negocios, el comercio y las profesiones liberales conformó una élite y surgió el proletariado. La antigua aristocracia fue perdiendo poco a poco su influencia política, a diferencia de la burguesía, cuyo poderío financiero le permitía participar fácilmente de las decisiones. A finales del siglo XIX, la nueva clase social atomizada de trabajadores, el proletariado, comenzó a reivindicar derechos y a denunciar sus duras condiciones de vida y trabajo, dando lugar a lo que se llama como movimiento obrero.
Con ello, surgirán nuevas ideologías políticas que tratarán de combatir el desigual sistema del capitalismo burgués: el socialismo científico, el anarquismo y el comunismo. La Primera Internacional celebrada en Londres en 1864 aglutinó este nuevo ideario surgiendo así la primera fuerza de actuación contra las desigualdades del capitalismo, que se puso en práctica en la desventurada Comuna de París de 1871.
Actitud optimista y estética renovada: la cultura de la Belle Époque.
Al hablar de la Belle Époque, se puede afirmar que más que un movimiento cultural como lo fueron el neoclasicismo, el romanticismo o el realismo del XIX, se trata de una nueva actitud ambiciosa y de confianza en el porvenir, condicionada por los cambios sociales y económicos ya comentados y el nacimiento de una clase media que se va masificando. El término se atribuye al optimismo generalizado de la población a consecuencia del aumento de la calidad de vida y la paz internacional.
Se promovió la alfabetización y la educación superior para formar a trabajadores especializados que permitieran sacar adelante las grandes exigencias de la producción industrial. Del mismo modo, se impulsaron los avances científicos: la invención del telégrafo y el teléfono, la generalización en el uso de la electricidad o la teoría de la relatividad de Einstein de 1905 son algunos ejemplos.
En el mundo cotidiano, las mejoras en las condiciones de trabajo paulatinamente introducidas (aumento de salarios, reducción de jornadas…) aumentaron el poder adquisitivo de la sociedad y también su tiempo libre. Cabarets, cafés, teatros, cines (el primero en París en 1895) y galerías de arte formaron parte del ocio y la diversión de las personas y evidencian los primeros indicios de una cultura popular de masas que se desarrollará a lo largo del siglo XX.
Y con esta nueva actitud optimista, una nueva estética impulsada desde Francia que tuvo influencias en el arte, la arquitectura, la música y la vida cotidiana. París se alzó como capital mundial del arte y la cultura y celebró la primera Exposición Universal en 1889, que motivó la construcción de la Torre Eiffel. Desde aquella del 89, las Exposiciones Universales se convertirán en símbolos de encuentro cultural internacional.
El arte se vio influido por este nuevo aire de optimismo, que provocará la reacción de los artistas a los convencionalismos decimonónicos, un rechazo al academicismo y un deseo de ruptura con los cánones establecidos. De esta manera nacieron nuevos movimientos y las primeras vanguardias artísticas como el expresionismo, el fauvismo, el modernismo y el futurismo.