Pensando en la sociedad de entre los siglos XIX y XX, una sociedad industrializada y en pleno proceso de masificación en el sentido sociológico de la palabra, podría sobrevenir a nuestra imaginación imágenes de la mítica Titanic de James Cameron.
No vamos a entrar a valorar la historia del hundimiento del transatlántico, muy machacada e imbuida de toda la tediosa parafernalia mítica que se le ha atribuido. Tampoco se trata de erigir a la película como paradigma de la representación de una sociedad de características mucho más complejas, sino de acercar el tema al público con un lenguaje gráfico que reconozca fácilmente.
En cambio, sí podríamos elegir ciertos iconos concretos de entre sus escenas que nos dan pequeñas pistas acerca de cómo vivía la burguesía en aquella época.
Sin ir más lejos, simplemente el ambiente y la indumentaria de los personajes ya nos invita a ello, o ¿quién no recuerda la escena inicial en la que Rose va a embarcar en el majestuoso crucero y su singular atuendo de corbata y pamela? ¿O el industrializado puerto de Southampton, con toda la retahíla de trabajadores, fábricas y edificios de hierro?
Esta referencia visual al cine de Hollywood nos ayuda a entrar en materia. Pero se hace necesario hacer algunas matizaciones. En primer lugar, ni siquiera la bella Rose representa en su totalidad la compleja diversidad que se encontraba entre la clase burguesa.
La burguesía en la Belle Époque
Cuando hablamos de esta clase social, hablamos de un grupo de diferentes actitudes, dedicado a sectores económicos distintos, y no parece existir un único y exacto común denominador que defina de manera general al grupo.
Desde la perspectiva de la historiografía, la abundancia de definiciones y características que se han dado de la burguesía en el siglo XIX han variado desde la concepción marxista como clase opresora y detentora de los medios de producción hasta la vanagloria por parte de algunos autores que la definen como paradigma de la modernidad.
Lo cierto es que la burguesía, en la época de entre siglos de la que hablamos, es un grupo relativamente homogéneo en lo referente a sus convicciones políticas esenciales, a saber, la voluntad de destrucción del Antiguo Régimen y el establecimiento de un sistema político de corte liberal, basado en los derechos humanos y la separación de poderes y en una economía de base capitalista.
La burguesía de 1870 y en adelante es en lo político, producto del proceso que se inicia en Francia en 1789 y que se desarrolla en diversos países en los años de 1820, 30 y 48, es decir, se alza como triunfadora de las revoluciones, logrando poner en práctica gran parte del ideario ilustrado en la mayoría de las grandes potencias de Europa.
Y además ha conseguido acercarse a los altos cargos políticos a través de la burocracia y las administraciones, en detrimento del poder la antigua alta aristocracia cortesana.
El poder económico de la burguesía
En lo económico, pierde su homogeneidad. Si bien es cierto que los efectos de la Revolución Industrial y el desarrollo del modelo capitalista fueron determinantes para alzar a la clase burguesa como victoriosa de ese proceso revolucionario, cada cual los utilizó de manera distinta.
Encontramos entre la burguesía enriquecida banqueros, mercaderes, propietarios de compañías, rentistas y, en general, personas dedicadas a las finanzas y el mundo del comercio y la industria; personal de la administración de los estados, dedicados a las llamadas profesiones liberales (médicos, profesores, abogados…), etc.
El debate sobre quién pertenecía y no a la burguesía a finales del XIX aún está abierto. El historiador alemán del XIX Jürgen Kocka hace acopio del término «burguesía ilustrada» para referirse a la clase alta de la burguesía, el sector más enriquecido e influyente, excluyendo de ella a la incipiente clase media de pequeños empresarios, trabajadores de los servicios, profesionales liberales, artistas, personalidades de la cultura, las artes y las ciencias, y trabajadores especializados que sin duda vieron aumentar su nivel de vida y su capacidad económica.
De esta manera se establecen varios niveles dentro de la misma clase cuyas diferencias se plasman básicamente en el poder adquisitivo, el grado de influencia política y social y las variables contextuales de cada país y región.
La alta burguesía sería la principal protagonista del largo proceso revolucionario que se desarrolla en el siglo XIX, iniciado con la Revolución Francesa de 1789, o si se prefiere, anteriormente con la de las trece colonias norteamericanas en 1776.
Es heredera y principal beneficiaria de los progresos resultantes del citado proceso. Por ello, es el sector más influyente, aunque también el más minoritario. Según las cifras que aporta Kocka, apenas representa en torno al 3 y el 4% de la población activa y un 5% de la población general. Con todo ello, las cifras varían a tenor de los particularismos geográficos y regionales.
Esta burguesía es detentora e impulsora de la cultura, de la estética y del ocio, y su actividad económica resulta ser el principal motor de la productividad en muchos países.
Este poder financiero le permite alzarse como élite social y, de esta manera, más que imponer, difundir un modelo de vida y una estética particulares desde su posición privilegiada.
Asimismo, también le permitió poner en marcha legislaciones y reformas para lo que ahora llamaríamos «sociedad civil», que aunque no terminarán por ver sus frutos hasta finales del siglo XX, comienzan a plantearse en estos momentos.
La estética de la burguesía
En relación con la cultura, el arte decorativo y la estética, el burgués de finales del XIX se siente un hombre moderno, muy diferente al de finales del XVIII. Los avances científicos, sin duda, han contribuido a ello.
Las nuevas tecnologías y materiales, como el acero y el cristal, el ferrocarril, el telégrafo, el automóvil… han cambiado sustancialmente el entorno en el que vive, otorgándole un aspecto industrializado que inspiraría una estética particular. Hablamos sin duda de los orígenes del Art Nouveau como estilo decorativo.
Una de las estéticas afectadas por este nuevo ideario fue la moda. Disciplinas como la historia de los trajes y la moda son relativamente recientes y no cuentan con una extensa bibliografía.
El Museo del Traje de Madrid ha lanzado la revista INDUMENTA, en cuya edición nº 2 se incluye un artículo sobre «La moda en la Restauración, 1868-1890» por Pablo Pena González.
La superposición de ropajes y tejidos, el multicolorismo, las clásicas polonesas (faldas voluminosas) arrebujadas a la espalda con los tournure o polisones (estructura oculta que otorgaba la característica forma abultada), corsés, trajes de sirena, y todo tipo de complementos (pamelas, sombrillas, sombreros, etc.).
La sociedad pudiente, aburrida de los estilos decimonónicos precedentes que no representaban su moderna psicología, buscaba nuevas formas de expresarla a través de un arte con más personalidad que simbolizara definitivamente estos cambios y supusiera una ruptura con lo anterior.
El academicismo estaba agotado, apenas se desarrollaba en las Cortes reales si es que las había, y los rupturismos (realismo, impresionismo…) no contentaban a una sociedad ciertamente elitista. Esta búsqueda de nuevas formas de expresión estallaría en la Exposición Universal de París de 1889.
La Exposición tiene sus precedentes, como la celebrada en Londres en 1851 y las posteriores de París de 1855, 67 y 78. En esa primera de la capital londinense, los asistentes pudieron contemplar el majestuoso Crystal Palace de Joseph Paxton.
El edificio preconizaba ya una estética de corte clásico en sus formas, pero vanguardista en el uso de los materiales modernos y, sobre todo, un sincretismo entre naturaleza y tecnología. La impresionante construcción que albergó la totalidad de la Exposición se encontraba en el gran Hyde Park y Paxton, consciente del entorno natural en que se albergaría la Exposición, se inspiró en los invernaderos para el diseño del edificio.
Algo parecido, o quizás aún de mayor embergadura, debió ocurrir cuando los visitantes contemplaron la imponente Torre Eiffel en París en la Exposición de 1889. No todos los parisinos estaban contentos con la construcción, pues en efecto su contraste con el verde de los jardines del Campo de Marte es enorme.
Con todo, la torre se alzaba como paradigma del progreso tecnológico, y además proponía de nuevo integrar nuevos materiales en un entorno natural. Con sus 300 metros de altura y su entonces al rededor de 7.000 toneladas de hierro forjado, se convertía en la obra de ingeniería más ambiciosa de Europa, si no del mundo, y con el tiempo se convertiría en símbolo de una capital y de toda una nación.
Proyectadas internacionalmente todas estas novedades estéticas, la alta sociedad burguesa las asimiló y las adaptó a sus casas, a su indumentaria y a su gusto estético.
Art Nouveau: el arte decorativo de moda
El Art Nouveau comenzó a extenderse como arte decorativo cuando numerosos propietarios abrieron tiendas especializadas en productos adaptados con esta estética a la sociedad del momento. Comercios y grandes almacenes dedicados a la venta de mobiliario, ajuares, vestidos, pinturas y esculturas, perfumes, joyas y todo tipo de manufacturas modernistas proliferaron por toda Europa, sobre todo en Francia e Inglaterra.
Por ejemplo, aunque son de origen estadounidense, las famosas lámparas de Tiffany’s tienen su origen en esta época y tuvieron mucho éxito en Europa.
Estos mismos establecimientos de ocio, así como los nuevos comercios e industrias populares que surgen, fueron los que impulsaron el desarrollo de la publicidad y el cartelismo, embebido también de la nueva estética modernista.
El francés Touluse-Lautrec creó tendencia con sus carteles para el Moulin Rouge de París y muchos como Gesmar o Mucha se unieron a la moda. Los carteles pronto adquirieron nuevas funciones, como la propaganda política o la promoción de eventos culturales.
El Art Nouveau se designó de diferentes maneras en los países en que caló su estética, como modernismo en España o Modern style en Inglaterra. Todos estos títulos dejaban claro la ruptura con lo establecido, el alejamiento del academicismo y el clasicismo y la búsqueda de una estética adaptada al hombre moderno.
Las características esenciales de esta estética son: inspiración en la naturaleza y en lo exótico, sobre todo en el arte y la decoración oriental y en concreto, el japonés; viveza y variedad tonal en los colores, búsqueda de formas complicadas y sinuosas, utilización de los nuevos materiales como el acero y el vidrio y de técnicas modernas relacionadas con la industria.
Se dejó ver sobre todo en la arquitectura, pero también afectó a las llamadas «artes menores o industriales» (mobiliario, orfebrería, eboraria, joyería…), e incluso inspiró un movimiento literario en España y otros países.
[Tweet «El Art Nouveau es conocido como «Modernismo» en España o «Modern Style» en UK»]
Con el desarrollo de la industria y el aumento general del nivel de vida y del poder adquisitivo, sobre todo la alta burguesía podía permitirse gozar del ocio de los teatros, cabarets, salas de baile, cines, galerías de arte y cafés. Con ellos comenzó a desarrollarse una arquitectura especial para estos espacios.
En Francia, la Ópera Garnier de 1875 es un claro ejemplo, aunando en su fachada las proporciones clásicas y la armonía, pero con una decoración especial de relieves y esculturas y una cúpula de cristal como remate.
En España, la nueva estética caló sobre todo en las ciudades más industrializadas de la periferia. Barcelona se alzó como capital española de lo moderno y el arquitecto Gaudí diseñó toda una serie de edificios encargados por la burguesía para embellecer la ciudad y dotar a los burgueses de espacios vanguardistas y con un aspecto similar a lo que estaba de moda en Europa.
Conocidísimas son la Casa Batlló, el parque Güell o la Sagrada Familia (uno de los pocos edificios religiosos de estilo modernista). Pero en Madrid también contamos con algunos ejemplos, como el Palacio de Longoria en pleno centro de la ciudad, por el arquitecto José Grases Riera.
es muy buena esta información