El Imperio babilónico representa uno de los capítulos más fascinantes de la historia antigua, un período durante el cual una ciudad-estado del sur de Mesopotamia se transformó en dos ocasiones en el centro político, cultural y económico del mundo conocido. Durante casi dos milenios, Babilonia alternó entre períodos de esplendor imperial y épocas de dominación extranjera, pero siempre mantuvo su prestigio como capital cultural de Mesopotamia, cuna de innovaciones jurídicas, científicas y arquitectónicas que influirían en toda la civilización occidental.
La historia babilónica se articula en torno a dos grandes períodos imperiales claramente diferenciados: el Imperio Paleobabilónico (1894-1595 a.C.), cuya cumbre fue el reinado de Hammurabi y la promulgación de su célebre código legal y el Imperio Neobabilónico (626-539 a.C.), que bajo Nabucodonosor II alcanzó su máximo esplendor arquitectónico y militar. Entre ambos imperios se extienden casi mil años de dominación extranjera —hitita, casita y asiria— durante los cuales Babilonia perdió su independencia política pero jamás su relevancia cultural y religiosa.
Comprender el Imperio babilónico implica adentrarse en el corazón de la antigua Mesopotamia, aquella «tierra entre ríos» (Tigris y Éufrates) donde surgieron las primeras ciudades, la escritura cuneiforme, los sistemas legales codificados y los avances astronómicos que aún hoy utilizamos en nuestra medición del tiempo. Babilonia no solo fue un imperio militar; fue un laboratorio de civilización donde se forjaron instituciones, conocimientos y símbolos que trascendieron su época para convertirse en patrimonio de la humanidad.
Orígenes: de ciudad-estado a potencia mesopotámica
La ciudad de Babilonia surge en el panorama histórico durante un período de fragmentación política en Mesopotamia, cuando el poderoso Imperio de Ur III (2112-2004 a.C.) había colapsado bajo la presión de invasiones amorritas procedentes del desierto sirio-árabe. Estos pueblos semitas nómadas se establecieron gradualmente en las ciudades mesopotámicas, fundando nuevas dinastías que competían entre sí por la hegemonía regional.
Babilonia aparece mencionada por primera vez en textos de la época de Sargón de Acad (siglo XXIV a.C.), aunque probablemente existía como asentamiento menor desde períodos anteriores. Durante siglos fue una ciudad secundaria, eclipsada por centros urbanos más antiguos y poderosos como Ur, Uruk, Nippur o Kish. Su ubicación estratégica en el centro de Mesopotamia, donde convergían importantes rutas comerciales fluviales y terrestres, constituía sin embargo una ventaja geopolítica que tarde o temprano habría de aprovecharse.

La transformación de Babilonia comenzó con la llegada al poder de una dinastía amorrita hacia 1894 a.C. El fundador, Sumu-abum, estableció la independencia efectiva de la ciudad respecto a las potencias circundantes, iniciando un proceso de consolidación territorial que sus sucesores continuarían durante más de un siglo. Los primeros reyes babilonios —Sumu-la-El, Sabium, Apil-Sin— se dedicaron a fortificar la ciudad, construir templos al dios Marduk y desarrollar sistemas de irrigación que incrementaron la producción agrícola de su territorio.
El contexto geopolítico mesopotámico de principios del segundo milenio antes de Cristo era extraordinariamente complejo. Al norte, el reino de Asiria bajo Shamshi-Adad I (1813-1781 a.C.) controlaba la alta Mesopotamia y amenazaba con expandirse hacia el sur. Al este, el reino de Eshnunna dominaba el valle del río Diyala y las rutas comerciales hacia Irán. En el sur, la ciudad de Larsa, bajo su rey Rim-Sin I, había conquistado la mayor parte de Sumeria y aspiraba a restaurar la antigua hegemonía sureña sobre toda Mesopotamia. Y hacia el oeste, el reino de Mari controlaba el curso medio del Éufrates y sus vitales rutas comerciales.
En este tablero de alianzas cambiantes, traiciones calculadas y guerras constantes, Babilonia era inicialmente un jugador menor. Su territorio se limitaba a un radio de pocos kilómetros alrededor de la capital, y su poder militar no podía compararse con el de sus rivales. No obstante, la dinastía amorrita demostró una notable habilidad diplomática, estableciendo matrimonios dinásticos con casas reales vecinas y maniobrando entre las grandes potencias sin provocar una invasión devastadora. Esta estrategia de supervivencia astuta prepararía el terreno para el salto cualitativo que representaría el reinado de Hammurabi.
El Imperio Paleobabilónico: Hammurabi y la primera unificación
Cuando Hammurabi ascendió al trono de Babilonia en 1792 a.C., heredó un reino modesto pero económicamente próspero, con una administración eficiente y buenas relaciones diplomáticas con sus vecinos. Los primeros años de su reinado transcurrieron aparentemente en paz, dedicándose el joven monarca a continuar las obras públicas de sus predecesores: reparación de canales, construcción de templos, refuerzo de murallas. Esta aparente pasividad enmascaraba sin embargo una cuidadosa preparación militar y diplomática.

El golpe maestro de Hammurabi llegó en 1763 a.C., cuando aprovechó una invasión elamita contra Larsa para intervenir aparentemente como aliado del rey Rim-Sin I. Una vez expulsados los invasores, Hammurabi se volvió contra su antiguo aliado y conquistó Larsa, anexionando de un golpe todo el sur mesopotámico. Este movimiento sorprendió a las demás potencias regionales, que reaccionaron formando una coalición contra el súbitamente poderoso rey babilonio. Hammurabi derrotó esta coalición en una serie de campañas brillantes que, entre 1762 y 1755 a.C., le permitieron conquistar Mari, Eshnunna, Asiria y prácticamente toda Mesopotamia.
La conquista militar fue acompañada de una revolución administrativa. Hammurabi reorganizó sus dominios en provincias gobernadas por funcionarios directamente responsables ante él, quebrando el poder de las aristocracias locales. Estableció el acadio como lengua administrativa única, desplazando al sumerio (que quedó relegado a usos religiosos) y garantizando así la uniformidad burocrática. Desarrolló un eficiente sistema de correos mediante el cual podía comunicarse rápidamente con los rincones más remotos de su imperio.
Pero el legado más perdurable de Hammurabi no fueron sus conquistas militares sino su código legal, promulgado probablemente hacia el año 40 de su reinado (ca. 1750 a.C.). Este conjunto de 282 leyes, grabadas en estelas de diorita negra distribuidas por las principales ciudades del imperio, representaba un intento sin precedentes de unificar la justicia mediante un derecho escrito, público y vinculante para todos los súbditos.
El Código de Hammurabi: derecho, justicia y sociedad
El Código de Hammurabi constituye uno de los documentos legales más importantes de la antigüedad y la fuente más detallada sobre la sociedad babilónica del segundo milenio antes de Cristo. Aunque no fue el primer código legal mesopotámico —fue precedido por el Código de Ur-Nammu (ca. 2100 a.C.) y las Leyes de Eshnunna (ca. 1930 a.C.)—, su extensión, completitud y estado de conservación lo convierten en el más influyente.
La estela original, descubierta en 1901 en Susa (actual Irán, adonde fue llevada como botín de guerra por los elamitas hacia 1150 a.C.), mide 2.25 metros de altura. En su parte superior aparece un bajorrelieve que muestra a Hammurabi de pie ante el dios sol Shamash, quien le entrega la vara y el anillo, símbolos de autoridad y justicia. Esta iconografía no es casual: legitimaba el código presentándolo como de origen divino, aunque su contenido fuera claramente el producto de una cuidadosa recopilación de precedentes legales y costumbres mesopotámicas.
El código está estructurado mediante casos condicionales que comienzan con «si» (šumma en acadio), describen una situación específica y establecen la pena correspondiente. Esta casuística revela una sociedad jerarquizada en tres estratos claramente diferenciados: los awilum (hombres libres plenos, la aristocracia), los muškenum (hombres libres de condición inferior, posiblemente dependientes del palacio) y los wardum (esclavos). Las penas variaban según la clase social tanto de la víctima como del perpetrador, reflejando una concepción de justicia profundamente desigual según parámetros modernos.
La célebre «ley del talión» —»ojo por ojo, diente por diente»— aparece efectivamente en el código, pero solo se aplicaba cuando el agresor y la víctima pertenecían a la misma clase social. Si un awilum destruía el ojo de otro awilum, perdería su propio ojo (ley 196); pero si destruía el ojo de un muškenum, pagaba una multa de una mina de plata (ley 198), y si cegaba al esclavo de otro hombre, pagaba la mitad del valor del esclavo (ley 199). Esta gradación revelaba que la justicia era proporcional al estatus, no universal.
El código regulaba minuciosamente aspectos económicos fundamentales para la sociedad babilónica: préstamos y tasas de interés (máximo 20% para préstamos en plata, 33% para préstamos en grano), contratos comerciales, arrendamientos agrícolas, salarios profesionales, precios de servicios. Fijaba los honorarios de médicos (10 siclos de plata por operar a un awilum, 5 por operar a un muškenum, 2 por operar a un esclavo), pero también establecía severas penas por malpráctica: si un médico causaba la muerte o ceguera de un awilum durante una operación, se le amputaban las manos (leyes 215-220).

Las leyes familiares ocupan un espacio considerable, regulando matrimonio, divorcio, herencia, adulterio y derechos de mujeres e hijos. Aunque la sociedad babilónica era patriarcal, el código otorgaba a las mujeres ciertos derechos notables para su época: podían iniciar procesos de divorcio (ley 142), heredar propiedades, participar en negocios y conservar su dote en caso de viudez. El adulterio femenino se castigaba con la muerte por ahogamiento (tanto de la mujer como de su amante), pero el adulterio masculino no se consideraba delito si la otra mujer no estaba casada.
El legado del Código de Hammurabi trascendió ampliamente su época y lugar. Influyó en las leyes hititas, en el derecho hebreo (especialmente en los códigos del Pentateuco) y, a través de estos, en toda la tradición jurídica occidental. Su principio fundamental —que la justicia debe basarse en leyes escritas, públicas y conocidas por todos, no en el capricho de jueces o gobernantes— constituye un pilar de nuestros modernos estados de derecho.
El Imperio Paleobabilónico no sobrevivió mucho tiempo a su fundador. Hammurabi murió en 1750 a.C., y su hijo Samsu-iluna (1749-1712 a.C.) enfrentó inmediatas rebeliones en el sur, donde dinastías locales proclamaron su independencia. Durante el siglo siguiente, el territorio controlado por Babilonia se redujo progresivamente, aunque la ciudad mantuvo su prosperidad y prestigio cultural. El golpe final llegó en 1595 a.C., cuando el rey hitita Mursili I, tras una audaz campaña militar desde Anatolia, saqueó Babilonia y puso fin a la dinastía amorrita.
Período Medio: casitas, asirios y la resistencia cultural
La invasión hitita de 1595 a.C. creó un vacío de poder en Babilonia que fue rápidamente ocupado por los casitas, pueblo de origen incierto (probablemente de las montañas Zagros, al este de Mesopotamia) que se había infiltrado gradualmente en la región durante las décadas anteriores. Los casitas fundaron la llamada Tercera Dinastía de Babilonia, que gobernaría la ciudad durante casi cuatro siglos (1595-1155 a.C.), el período dinástico más prolongado de toda la historia babilónica.
Contrariamente a lo que podría esperarse de conquistadores extranjeros, los casitas adoptaron entusiastamente la cultura babilónica. Conservaron el acadio como lengua administrativa y literaria (aunque mantuvieron su propio idioma para uso privado), veneraron a Marduk como dios principal, continuaron las tradiciones arquitectónicas mesopotámicas y se presentaron como legítimos sucesores de Hammurabi. Esta aculturación indica tanto el prestigio de la civilización babilónica como la habilidad política de los casitas para legitimarse ante sus súbditos.
El período casita fue notable por su estabilidad política interna y prosperidad económica. Los reyes casitas establecieron relaciones diplomáticas con Egipto (numerosas cartas de las Cartas de Amarna documentan correspondencia entre faraones y reyes casitas), intercambiaron princesas en matrimonios dinásticos con las grandes potencias del momento y mantuvieron un imperio relativamente pacífico. Introduccieron innovaciones administrativas como los kudurru (piedras fronterizas que registraban donaciones de tierra) y desarrollaron el sistema feudal mediante el cual las tierras del estado se concedían a nobles y funcionarios a cambio de servicios militares y administrativos.
Desde el punto de vista cultural, el período casita presenció la compilación definitiva de grandes obras literarias mesopotámicas. La versión estándar de la Epopeya de Gilgamesh que conocemos hoy fue fijada probablemente en esta época, así como el Enuma Elish, poema de la creación babilónico que exaltaba a Marduk como rey de los dioses en la mitología babilónica. Los escribas casitas copiaron y preservaron textos sumerios antiguos, actuando como transmisores de la herencia cultural mesopotámica para generaciones futuras.
Sin embargo, el poder casita fue erosionándose gradualmente por presiones externas. Al norte, el resurgimiento asirio bajo Ashur-uballit I (1365-1330 a.C.) creó una nueva potencia que ambicionaba dominar toda Mesopotamia. Los reyes asirios intervinieron repetidamente en Babilonia, instalando y deponiendo reyes títere, saqueando ciudades y extrayendo cuantiosos tributos. Hacia 1225 a.C., el rey asirio Tukulti-Ninurta I conquistó directamente Babilonia, convirtiéndola en provincia asiria durante siete años. Aunque la independencia babilónica fue restaurada tras el asesinato de Tukulti-Ninurta, el precedente quedó establecido: Asiria consideraba Babilonia parte de su esfera de influencia legítima.
El golpe definitivo a la dinastía casita vino del este. En 1158 a.C., el rey elamita Shutruk-Nakhunte invadió Babilonia, saqueó sistemáticamente la ciudad llevándose innumerables obras de arte y textos (incluyendo la estela del Código de Hammurabi) y puso fin al gobierno casita. Durante los años siguientes, Babilonia experimentó un período de fragmentación y debilidad que culminó con la fundación de la Cuarta Dinastía por Nabucodonosor I (1125-1104 a.C.), quien logró recuperar temporalmente el prestigio babilónico derrotando a Elam y recuperando la estatua del dios Marduk que los elamitas habían robado décadas antes.

Los siglos subsiguientes (1100-626 a.C.) presenciaron la dominación prácticamente ininterrumpida de Babilonia por el Imperio Neoasirio. Los grandes reyes asirios —Tiglat-Pileser III, Sargón II, Senaquerib, Asarhaddón, Asurbanipal— consideraban Babilonia a la vez como su posesión más preciada y su problema más persistente. La ciudad se rebeló repetidamente contra el dominio asirio, apoyándose en alianzas con arameos, caldeos y elamitas. Estas rebeliones fueron reprimidas con extrema dureza: Senaquerib llegó a destruir completamente la ciudad en 689 a.C., aunque su hijo Asarhaddón la reconstruyó posteriormente, consciente de que la legitimidad del poder asirio en Mesopotamia dependía del control de Babilonia.
Esta paradoja define el período de dominación asiria: aunque Asiria poseía un poder militar aplastante, necesitaba de la legitimación cultural que solo Babilonia podía otorgar. Los reyes asirios se coronaban en Babilonia, participaban en sus ceremonias religiosas, reconstruían sus templos y se proclamaban «reyes de Babilonia» además de «reyes de Asiria». Esta ambivalencia —conquistadores militarmente pero admiradores culturalmente— permitió que Babilonia sobreviviera como entidad cultural incluso cuando carecía de poder político propio.
El Imperio Neobabilónico: Nabucodonosor y el último esplendor
El colapso del Imperio Neoasirio fue sorprendentemente rápido. Tras la muerte de Asurbanipal hacia 627 a.C., Asiria se sumergió en guerras civiles devastadoras que debilitaron fatalmente su estructura imperial. Este vacío de poder fue aprovechado simultáneamente por dos pueblos que habían sufrido siglos de opresión asiria: los medos en Irán y los caldeos en el sur de Mesopotamia.
Los caldeos eran tribus arameas establecidas en el sur de Babilonia, en la región cercana al Golfo Pérsico, durante el primer milenio antes de Cristo. Aunque culturalmente asimilados a la civilización babilónica, habían mantenido cierta autonomía tribal y se habían distinguido como enemigos persistentes del dominio asirio. Su líder, Nabopolasar, aprovechó el caos asirio para proclamarse rey de Babilonia en 626 a.C., fundando lo que los historiadores denominan Imperio Neobabilónico o Caldeo.
Nabopolasar no se contentó con la independencia: aspiraba a heredar todo el imperio asirio. Entre 616 y 609 a.C., en alianza con el rey medo Ciáxares, lanzó una serie de campañas que culminaron con la destrucción de las principales ciudades asirias: Ashur cayó en 614 a.C., la gran Nínive en 612 a.C., y finalmente Harrán, último reducto asirio, en 609 a.C. La civilización asiria, que había dominado el Oriente Próximo durante tres siglos, desapareció del mapa político en menos de dos décadas.
La victoria sobre Asiria dejó dos grandes potencias en el Oriente Próximo: el Imperio Medo controlando Irán y Anatolia oriental, y el Imperio Neobabilónico controlando Mesopotamia. Una tercera potencia, Egipto bajo la XXVI Dinastía, ambicionaba recuperar su influencia en Siria y Palestina, territorios que había perdido siglos antes. El choque entre Babilonia y Egipto era inevitable y se produjo en 605 a.C. en Karkemish, sobre el Éufrates en la actual frontera turco-siria.
La batalla de Karkemish fue un triunfo decisivo para Babilonia. El príncipe heredero Nabucodonosor, quien comandaba el ejército porque su padre Nabopolasar estaba enfermo, aniquiló completamente las fuerzas egipcias y las persiguió hasta el Sinaí. La victoria aseguró el control babilónico sobre toda Siria y Palestina, convirtiendo al Imperio Neobabilónico en la potencia hegemónica del Oriente Próximo. Pocos meses después, al morir Nabopolasar, Nabucodonosor regresó rápidamente a Babilonia para asegurar su sucesión, inaugurando el reinado más brillante de toda la historia babilónica.

Nabucodonosor II: constructor y conquistador
Nabucodonosor II (605-562 a.C.) fue simultáneamente un gran general y un constructor obsesivo, combinación que transformó tanto las fronteras como la fisonomía de su imperio. Durante sus 43 años de reinado, Babilonia alcanzó su máxima extensión territorial, su mayor esplendor arquitectónico y su apogeo como centro cultural del mundo antiguo.
Las campañas militares de Nabucodonosor se concentraron en someter definitivamente Siria y Palestina, región que durante siglos había sido disputada entre las grandes potencias mesopotámicas y egipcias. Los pequeños reinos cananeos —Tiro, Sidón, Ascalón, Judá— oscilaban entre la sumisión a Babilonia y la rebelión apoyada por Egipto, obligando a Nabucodonosor a intervenir repetidamente para restaurar su autoridad.
El reino de Judá protagonizó el episodio más trascendente de estas campañas. En 597 a.C., tras una primera rebelión del rey Joaquín alentada por Egipto, Nabucodonosor sitió Jerusalén, depuso al rey rebelde y lo llevó cautivo a Babilonia junto con parte de la elite judía (unos 10.000 deportados según fuentes bíblicas). Instaló como rey vasallo a Sedecías, tío de Joaquín, advirtiéndole de las consecuencias de nuevas rebeliones.
Sedecías no aprendió la lección. Diez años después, en 589 a.C., se rebeló nuevamente confiando en el apoyo egipcio. La respuesta de Nabucodonosor fue devastadora: tras un asedio de año y medio, las tropas babilónicas tomaron Jerusalén en 586 a.C., destruyeron sistemáticamente la ciudad incluyendo el Templo de Salomón (centro religioso y símbolo nacional judío), ejecutaron a los hijos de Sedecías ante sus ojos, cegaron al rey rebelde y lo llevaron encadenado a Babilonia. Una segunda deportación masiva (probablemente 40.000-50.000 personas) trasladó a gran parte de la población judía a Mesopotamia, iniciando el célebre «cautiverio babilónico» que duraría hasta la conquista persa de 539 a.C.
Este cautiverio, aunque traumático para los judíos, no fue un genocidio ni una esclavitud masiva. Los deportados fueron asentados en comunidades agrícolas donde pudieron mantener su cohesión religiosa y cultural, e incluso algunos prosperaron económicamente. Paradójicamente, el exilio babilónico resultó crucial para la formación del judaísmo: durante estos 50 años, separados de Jerusalén y su templo destruido, los judíos desarrollaron la sinagoga como institución, compilaron y editaron gran parte del Antiguo Testamento, y transformaron su religión de un culto nacional vinculado a un territorio específico en una fe portátil basada en textos sagrados y prácticas rituales independientes de un templo físico.
Las campañas de Nabucodonosor culminaron con el asedio de Tiro (585-573 a.C.), isla-fortaleza fenicia que resistió 13 años antes de capitular. Con esta victoria, todo el Levante mediterráneo quedó firmemente bajo control babilónico. A partir de entonces, Nabucodonosor concentró sus energías en su segunda gran pasión: la arquitectura monumental.
La reconstrucción de Babilonia: ciudad imperial
Nabucodonosor transformó Babilonia en la ciudad más espectacular del mundo antiguo, un proyecto arquitectónico que absorbió recursos de todo el imperio durante décadas. Según sus propias inscripciones, el rey se veía a sí mismo como restaurador de la grandeza babilónica y heredero legítimo de Hammurabi, obligado a reconstruir lo que siglos de abandono e invasiones habían deteriorado.
La ciudad fue rodeada por un sistema defensivo formidable: una muralla doble de ladrillos cocidos de 17 kilómetros de longitud y hasta 90 metros de espesor en algunos puntos (las dimensiones han sido debatidas, posiblemente exageradas por fuentes antiguas), con torres defensivas cada 20 metros y ocho puertas monumentales. La más famosa, la Puerta de Ishtar, estaba decorada con miles de ladrillos vidriados de color azul intenso donde aparecían en bajorrelieve toros y dragones (símbolo del dios Marduk) con una policromía que debía deslumbrar a quienes la atravesaban.
Desde la Puerta de Ishtar partía la Vía Procesional (Ay-ibur-shabu, «que el enemigo altivo no pase»), pavimentada con losas de piedra caliza y flanqueada por muros decorados con leones en relieve vidriado. Esta avenida conducía al Esagila, el gran templo de Marduk, reconstruido completamente por Nabucodonosor con dimensiones que rivalizaban con los mayores templos egipcios. Junto al Esagila se erguía el Etemenanki («Casa del fundamento del cielo y la tierra»), el zigurat de Babilonia: una torre escalonada de siete niveles que alcanzaba probablemente unos 90 metros de altura, identificada posteriormente con la bíblica Torre de Babel.

El palacio real de Nabucodonosor cubría varios hectáreas, con patios sucesivos, salas de audiencia decoradas con frisos esmaltados, y dependencias para la administración imperial. Aquí se situarían, según la tradición, los célebres Jardines Colgantes, una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Sin embargo, ninguna fuente babilónica contemporánea menciona estos jardines y las descripciones griegas (escritas siglos después) son tan vagas que algunos historiadores dudan de su existencia o sugieren que en realidad se encontraban en Nínive, capital asiria, y fueron confundidos posteriormente con Babilonia.
Las excavaciones arqueológicas realizadas desde principios del siglo XX han confirmado la magnificencia de la Babilonia de Nabucodonosor. Robert Koldewey, arqueólogo alemán, dirigió excavaciones entre 1899 y 1917 que sacaron a la luz la Puerta de Ishtar (reconstruida en el Museo de Pérgamo de Berlín), grandes secciones de las murallas, el palacio real y los templos principales. Estas evidencias materiales validan las descripciones de historiadores griegos como Heródoto, quien visitó Babilonia un siglo después de Nabucodonosor y quedó impresionado por su escala y esplendor.
La muerte de Nabucodonosor en 562 a.C. marcó el inicio del declive neobabilónico. Sus sucesores —su hijo Amel-Marduk (562-560 a.C.), su yerno Neriglisar (560-556 a.C.) y su nieto Labashi-Marduk (556 a.C.)— fueron reyes mediocres o directamente incompetentes, y el último fue asesinado tras reinar solo nueves meses. Un golpe palaciego llevó al trono a Nabonido (556-539 a.C.), noble sin vínculos con la dinastía caldea, cuyo reinado excéntrico aceleraría el fin del imperio.
Nabonido cometió un error estratégico fatal: intentó reformar la religión babilónica tradicional privilegiando al dios lunar Sin (adorado en la ciudad de Harrán, su lugar de origen) sobre Marduk, deidad protectora de Babilonia. Esta política enajenó al poderoso clero de Marduk y generó descontento popular. Además, Nabonido pasó diez años ausente de Babilonia, residiendo en el oasis de Tayma en Arabia, dejando el gobierno en manos de su hijo Baltasar (el Belsasar de la Biblia). Esta combinación de crisis religiosa, ausencia real y deterioro administrativo preparó el terreno para la conquista persa.
La conquista persa y el fin de la independencia babilónica
Mientras Babilonia se debilitaba por conflictos internos, una nueva potencia emergía hacia el este. Los persas, pueblo indoeuropeo asentado en la meseta iraní, se habían liberado del dominio medo bajo el liderazgo de Ciro II «el Grande» (559-530 a.C.), quien tras derrotar a su abuelo el rey medo Astiages en 550 a.C., heredó todo el Imperio Medo. En rápida sucesión, Ciro conquistó el reino de Lidia en Anatolia (547 a.C.) y los reinos del este iraní, construyendo el imperio más extenso que el mundo antiguo había visto hasta entonces.
Babilonia era el siguiente objetivo lógico. En 539 a.C., Ciro invadió Mesopotamia. El ejército babilónico, mal preparado tras décadas sin guerras importantes, fue derrotado fácilmente en Opis sobre el Tigris. Lo sorprendente llegó después: en lugar de asediar Babilonia, Ciro entró en la ciudad sin resistencia. Según fuentes persas y babilónicas, el clero de Marduk, disgustado con Nabonido, abrió las puertas al conquistador presentándolo como libertador enviado por Marduk para restaurar el orden religioso.
La propaganda persa, recogida en el célebre Cilindro de Ciro (documento cuneiforme que algunos consideran el primer decreto de derechos humanos), presenta la conquista como liberación, no destrucción. Ciro se proclamó «rey de Babilonia, rey de Sumer y Acad, rey de las cuatro regiones», adoptó los títulos y ceremonias tradicionales, restauró el culto a Marduk y se presentó como legítimo sucesor de los antiguos reyes mesopotamicos. Esta estrategia de continuidad, más que ruptura, explica la aceptación relativamente pacífica del dominio persa.
Para los pueblos sometidos previamente por Babilonia, la conquista persa trajo cambios significativos. Ciro adoptó una política de tolerancia religiosa y permitió el retorno de poblaciones deportadas. En 538 a.C., decretó que los judíos exiliados podían regresar a Judea y reconstruir el Templo de Jerusalén con financiación persa. Aunque solo una minoría regresó (muchos judíos prosperaban en Mesopotamia y prefirieron quedarse), este «edicto de Ciro» fue celebrado en la Biblia, donde el rey persa es presentado como instrumento de Dios para liberar a Su pueblo.
Babilonia continuó siendo una de las capitales del Imperio Persa Aqueménida durante dos siglos (539-331 a.C.), alternando con Susa, Ecbatana y Persépolis. Los reyes persas pasaban parte del año en Babilonia, participaban en ceremonias religiosas locales y mantuvieron la ciudad como centro administrativo de la satrapía (provincia) más rica del imperio. Sin embargo, Babilonia había perdido definitivamente su independencia política: nunca más sería gobernada por una dinastía nativa.
Bajo dominio persa, Babilonia se rebeló al menos dos veces. La primera, en 522-521 a.C. durante la crisis sucesoria tras la muerte de Cambises II, cuando dos pretendientes consecutivos se proclamaron «Nabucodonosor III» y «Nabucodonosor IV» intentando revivir el imperio caldeo. Ambas rebeliones fueron aplastadas por Darío I. La segunda rebelión importante ocurrió en 482 a.C. bajo Jerjes I, quien tras sofocarla destruyó parcialmente las murallas, fundió la estatua de oro de Marduk y abolió el título de «rey de Babilonia», convirtiendo la ciudad definitivamente en provincia sometida.
Cuando Alejandro Magno conquistó el Imperio Persa (334-323 a.C.), Babilonia se rindió sin resistencia. El joven macedonio, fascinado por la ciudad, proyectó convertirla en capital de su imperio universal y ordenó la reconstrucción del zigurat de Marduk, pero murió en el palacio de Nabucodonosor en 323 a.C. antes de realizar estos planes. Tras su muerte, Babilonia fue incluida en el reino seléucida helenístico y su importancia declinó gradualmente conforme nuevas ciudades griegas (como Seleucia del Tigris) la eclipsaban comercial y políticamente.

Para el siglo I a.C., bajo dominio parto, Babilonia era ya una ruina. Los últimos textos cuneiformes datan del año 75 d.C., marcando el fin de tres milenios de escritura mesopotámica. La población abandonó gradualmente la ciudad, sus edificios se derrumbaron, y las arenas del desierto la cubrieron lentamente hasta convertirla en montículos informes. Paradójicamente, mientras la ciudad física desaparecía, su memoria legendaria crecía en la literatura occidental, transformándose en símbolo de orgullo humano, decadencia moral y poder imperial, especialmente a través de su representación en la Biblia.
Sociedad y economía en el Imperio babilónico
La sociedad babilónica era compleja y fuertemente estratificada, aunque existía cierta movilidad social mediante el comercio, la administración estatal o el servicio militar. En la cúspide se encontraba el rey, considerado vicario de los dioses en la tierra y responsable último de la justicia, el orden y la prosperidad del reino. Por debajo, la aristocracia (awilum) incluía nobles, altos funcionarios, propietarios de grandes extensiones de tierra y comerciantes exitosos.
Una clase media de hombres libres (muškenum) comprendía pequeños propietarios, artesanos, comerciantes menores, soldados profesionales y funcionarios de rango medio. Su estatus legal era inferior al de los awilum, pero gozaban de derechos significativos y protección legal. En el escalón inferior, los esclavos (wardum) podían ser prisioneros de guerra, deudores insolventes vendidos en esclavitud, o nacidos de padres esclavos. Sin embargo, la esclavitud babilónica no fue tan brutal como la grecorromana posterior: los esclavos podían poseer propiedades, realizar negocios, casarse con personas libres, y comprar su libertad. Muchos esclavos trabajaban en talleres urbanos o como sirvientes domésticos, no en grandes plantaciones agrícolas.
Las mujeres babilónicas tenían derechos notables para su época, aunque vivían en una sociedad patriarcal. Podían heredar y administrar propiedades, iniciar divorcios (aunque con más dificultades que los hombres), participar en negocios, y reclamar legalmente sus dotes. Las sacerdotisas de alto rango gozaban de considerable prestigio e independencia económica. No obstante, el adulterio femenino se castigaba con muerte, mientras que el masculino era tolerado si no involucraba a mujeres casadas de otros hombres.
La economía babilónica se sustentaba en la agricultura de regadío, posible gracias a los ríos Tigris y Éufrates y una extensa red de canales artificiales. Los cultivos principales eran cebada, trigo, dátiles, sésamo y hortalizas. La cebada servía tanto para alimentación humana como para elaborar cerveza, bebida básica de la dieta mesopotámica. Las palmeras datileras proporcionaban fruta dulce, madera, fibras y hojas para construcción.
El comercio era fundamental. Babilonia importaba madera del Líbano, metales de Anatolia e Irán, piedras preciosas del valle del Indo, y exportaba cereales, textiles, objetos manufacturados y productos artesanales. Los comerciantes (tamkarum) operaban mediante una compleja red crediticia: los templos y el palacio proporcionaban capital inicial que los comerciantes invertían en expediciones, pagando intereses sobre los préstamos. El sistema financiero babilónico era sorprendentemente sofisticado, con letras de cambio, sociedades comerciales, seguros primitivos y bancos privados que prestaban dinero.
Los templos no eran solo centros religiosos sino también instituciones económicas de primer orden. Poseían vastas propiedades agrícolas trabajadas por siervos del templo o arrendadas a campesinos, talleres artesanales, almacenes y tesoros donde se custodiaban depósitos de particulares. El clero constituía un grupo privilegiado que controlaba recursos económicos considerables y ejercía influencia política significativa.
Arquitectura, urbanismo y legado cultural
La arquitectura babilónica representaba la culminación de dos milenios de tradición constructiva mesopotámica. A diferencia de Egipto, que disponía de abundante piedra, Mesopotamia carecía de este material y dependía del ladrillo cocido o, más frecuentemente, del adobe. Esta limitación material impulsó innovaciones técnicas: el uso extensivo del arco y la bóveda (técnicas que posteriormente Romaheredaría), y la decoración mediante ladrillos esmaltados policromados que compensaban visualmente la monotonía del material básico.
El zigurat, torre escalonada que caracteriza la arquitectura religiosa mesopotámica, alcanzó su expresión definitiva en la Babilonia de Nabucodonosor. El Etemenanki combinaba funciones simbólicas (conexión entre tierra y cielo, morada terrestre del dios) con prácticas (observatorio astronómico). Los siete niveles representaban los siete cuerpos celestes conocidos (Sol, Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno), y cada nivel estaba pintado de colores específicos asociados a cada astro.

El urbanismo babilónico reflejaba tanto planificación consciente como crecimiento orgánico acumulado durante siglos. La ciudad se organizaba mediante calles principales que se cruzaban ortogonalmente, con barrios especializados (comercial, artesanal, residencial, templar). El sistema de drenaje y suministro de agua era sofisticado, con canales que atravesaban la ciudad, pozos públicos y sistemas de irrigación urbana. Las casas típicas se organizaban alrededor de patios centrales que proporcionaban luz, ventilación y privacidad, modelo arquitectónico que se extendió por todo el Mediterráneo oriental.
Culturalmente, el legado babilónico fue inmenso. En astronomía, los babilonios compilaron registros sistemáticos de fenómenos celestes durante siglos, pudiendo predecir eclipses, movimientos planetarios y ciclos lunares con notable precisión. Desarrollaron el zodíaco dividido en 12 signos, la división del círculo en 360 grados, y la hora en 60 minutos, sistema sexagesimal que aún utilizamos. Sus tablas astronómicas influirían en la astronomía griega y, a través de esta, en toda la ciencia occidental.
En matemáticas, los babilonios empleaban un sistema posicional de base 60 (sexagesimal), resolvían ecuaciones cuadráticas y cúbicas, conocían el «teorema de Pitágoras» más de mil años antes de Pitágoras, y desarrollaron métodos para calcular áreas, volúmenes y raíces cuadradas. Las tablillas matemáticas babilónicas revelan una sofisticación que no sería superada hasta el Renacimiento europeo.
La literatura babilónica preservó y transmitió obras fundamentales como la Epopeya de Gilgamesh (que influiría en tradiciones posteriores, incluyendo el relato bíblico del Diluvio), el Enuma Elish (mito de creación que exalta a Marduk), y el Descenso de Ishtar al Inframundo. Estas obras, copiadas durante siglos en las escuelas de escribas, circularon por todo el Oriente Próximo antiguo influyendo en literaturas posteriores.
Babilonia en el imaginario cultural: del mito a la historia
La transformación de Babilonia de ciudad histórica en símbolo cultural constituye uno de los fenómenos más fascinantes de la tradición occidental. Esta metamorfosis se debe principalmente a las referencias bíblicas, que presentan Babilonia simultáneamente como instrumento de Dios (para castigar la infidelidad judía) y como encarnación del mal y la soberbia humana.
La Torre de Babel (Génesis 11) representa la interpretación hebrea del zigurat babilónico. Según el relato bíblico, la humanidad unificada intentó construir una torre que alcanzara el cielo, provocando la ira divina que confundió sus lenguas y dispersó a los pueblos. Esta historia funcionaba como etiología (explicación mítica) de la diversidad lingüística humana, pero también como crítica moral: Babilonia simbolizaba la hybris, el orgullo arrogante que desafía lo divino y termina en catástrofe.
Los profetas hebreos, especialmente Jeremías e Isaías, desarrollaron una teología compleja sobre Babilonia: era instrumento de Yahvé para castigar a Judá por sus pecados, pero simultáneamente sería castigada por su crueldad y soberbia. Esta ambivalencia alcanza su expresión definitiva en el Apocalipsis de Juan, donde «Babilonia la Grande, madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra» (Apocalipsis 17:5) simboliza todo poder corrupto, sensualidad pecaminosa y persecución de los justos.

Esta imagen bíblica de Babilonia como ciudad maldita dominó la percepción occidental durante dos milenios, influyendo en literatura, arte, música y pensamiento político. Desde San Agustín (quien identificó Babilonia con la «Ciudad Terrena» opuesta a la «Ciudad de Dios») hasta la Reforma protestante (donde Roma católica fue denunciada como «nueva Babilonia»), la ciudad mesopotámica funcionó como referencia moral negativa permanente.
El redescubrimiento arqueológico de Babilonia desde fines del siglo XIX comenzó a corregir esta imagen unilateralmente negativa. Las excavaciones revelaron una civilización sofisticada, creativa e influyente que poco tenía que ver con la depravación legendaria. Las inscripciones cuneiformes mostraron a reyes babilonios como Hammurabi y Nabucodonosor no como tiranos monstruosos sino como gobernantes preocupados por la justicia, el bienestar de sus súbditos y la gloria de sus dioses.
Esta tensión entre la Babilonia histórica (civilización compleja que aportó fundamentales avances a la humanidad) y la Babilonia mítica (símbolo de poder imperial corrupto) permanece hasta hoy. En cultura popular, «babilónico» evoca simultáneamente magnificencia arquitectónica y confusión caótica, sabiduría antigua y decadencia moral. Esta ambigüedad refleja la complejidad de toda gran civilización, que nunca es simplemente buena ni mala, sino mezcla de ambas en proporciones que cada época interpreta según sus propios valores.
Tabla comparativa: las dinastías de Babilonia
| Dinastía | Período | Fundador | Reyes destacados | Logros principales | Causa de caída |
|---|---|---|---|---|---|
| Primera Dinastía (Amorrita) | 1894-1595 a.C. | Sumu-abum | Hammurabi (1792-1750) | Código de Hammurabi; Primera unificación de Mesopotamia; Hegemonía cultural | Invasión hitita bajo Mursili I |
| Tercera Dinastía (Casita) | 1595-1155 a.C. | Agum II | Kurigalzu I, Burnaburiash II | Estabilidad política (400 años); Relaciones diplomáticas con Egipto; Preservación cultural | Invasión elamita bajo Shutruk-Nakhunté |
| Cuarta Dinastía | 1155-1026 a.C. | Nabucodonosor I | Nabucodonosor I (1125-1104) | Derrota de Elam; Recuperación estatua de Marduk; Resistencia a Asiria | Fragmentación interna y presión asiria |
| Dinastías varias | 1026-626 a.C. | — | Múltiples reyes débiles | Dominación asiria; Rebeliones periódicas; Supervivencia cultural | Continuidad de dominación asiria |
| Undécima Dinastía (Caldea/Neobabilónica) | 626-539 a.C. | Nabopolasar | Nabopolasar (626-605), Nabucodonosor II (605-562), Nabonido (556-539) | Destrucción de Asiria; Máxima extensión territorial; Apogeo arquitectónico; Cautiverio babilónico | Conquista persa por Ciro el Grande |
Preguntas frecuentes sobre el Imperio babilónico
¿Por qué se dividió el Imperio babilónico en dos períodos distintos?
El Imperio babilónico experimentó efectivamente dos períodos de hegemonía imperial separados por casi mil años. El Imperio Paleobabilónico (1894-1595 a.C.) culminó con Hammurabi, quien unificó Mesopotamia, pero colapsó tras invasiones hititas. Durante el milenio siguiente, Babilonia fue dominada sucesivamente por casitas y asirios, perdiendo independencia política aunque preservando su prestigio cultural.
El Imperio Neobabilónico (626-539 a.C.) surgió tras la caída del Imperio Asirio, cuando la dinastía caldea restauró la independencia babilónica y construyó el último gran imperio mesopotámico nativo. Esta división refleja la historia accidentada de Mesopotamia, donde las ciudades alternaban entre períodos de hegemonía e invasión, pero Babilonia conservó su identidad cultural a través de todas las vicisitudes políticas.
¿Quién fue más importante históricamente: Hammurabi o Nabucodonosor II?
Ambos reyes fueron igualmente importantes pero en aspectos diferentes. Hammurabi (1792-1750 a.C.) transformó Babilonia de ciudad-estado menor en capital de un imperio que dominaba toda Mesopotamia, y su Código legal constituye uno de los documentos jurídicos más influyentes de la historia, estableciendo principios de justicia codificada que influirían en sistemas legales posteriores.
Nabucodonosor II (605-562 a.C.) llevó el poder militar babilónico a su cúspide, derrotando a Egipto y conquistando Judá, y transformó la capital en la ciudad más espectacular del mundo antiguo mediante proyectos arquitectónicos monumentales. Si Hammurabi fue el gran legislador y unificador, Nabucodonosor fue el gran constructor y conquistador. Ambos definieron épocas doradas de Babilonia separadas por más de mil años.
¿Existieron realmente los Jardines Colgantes de Babilonia?
La existencia de los Jardines Colgantes, considerados una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, es sorprendentemente dudosa. Ninguna fuente babilónica contemporánea los menciona, y las descripciones provienen exclusivamente de autores griegos y romanos que escribieron siglos después de Nabucodonosor II, a quien se atribuye su construcción. Historiadores como Estrabón, Diodoro de Sicilia y Flavio Josefo ofrecen descripciones detalladas pero inconsistentes entre sí.
Algunos investigadores modernos, especialmente la asirióloga Stephanie Dalley, sugieren que los jardines existieron pero en Nínive (capital asiria) no en Babilonia, construidos por el rey asirio Senaquerib, y fueron confundidos posteriormente. Las excavaciones arqueológicas en Babilonia no han encontrado evidencias concluyentes de estos jardines, aunque esto no descarta definitivamente su existencia dado que gran parte de la ciudad permanece sin excavar.
¿Qué relación tenía el Imperio babilónico con la Biblia?
Babilonia ocupa un lugar prominente en la narrativa bíblica como potencia que conquistó el reino de Judá, destruyó Jerusalén y el Templo de Salomón (586 a.C.), y deportó a la elite judía en el llamado «cautiverio babilónico» (586-539 a.C.). Este exilio fue traumático pero también formativo: durante estos cincuenta años en Mesopotamia, los judíos compilaron y editaron gran parte del Antiguo Testamento, desarrollaron la sinagoga como institución, y transformaron su religión de culto nacional territorial en fe portátil basada en textos.
La Biblia presenta ambivalentemente a Babilonia: como instrumento de Dios para castigar la infidelidad judía (especialmente en Jeremías) y como símbolo de soberbia humana y opresión (Torre de Babel en Génesis, «Babilonia la Grande» en Apocalipsis). Esta memoria bíblica influyó decisivamente en la percepción occidental de Babilonia durante dos milenios, a menudo eclipsando la realidad histórica.
¿Por qué cayó definitivamente el Imperio babilónico ante los persas?
La caída de Babilonia ante Ciro el Grande en 539 a.C. resultó de múltiples factores convergentes. Internamente, el último rey Nabonido (556-539 a.C.) alienó al poderoso clero de Marduk intentando privilegiar al dios lunar Sin sobre la deidad tradicional babilónica, generando oposición religiosa y descontento popular. Su prolongada ausencia de diez años en Arabia debilitó la administración central.
Externamente, el Imperio Persa emergente bajo Ciro había conquistado sucesivamente a medos, lidios y pueblos del este iraní, construyendo un poder militar abrumador. Cuando Ciro invadió Mesopotamia en 539 a.C., el ejército babilónico, mal preparado tras décadas sin grandes guerras, fue derrotado fácilmente. Crucialmente, el clero de Marduk aparentemente abrió las puertas de Babilonia al conquistador, presentándolo como libertador que restauraría el orden religioso. Esta combinación de debilidad interna, poder persa abrumador y traición de las elites locales explica el colapso sorprendentemente rápido del imperio.
¿Cómo afectó la conquista persa a la vida cotidiana en Babilonia?
La conquista persa de 539 a.C. produjo menos cambios de los esperados. Ciro adoptó una política de continuidad cultural: se proclamó «rey de Babilonia» usando títulos tradicionales, participó en ceremonias religiosas locales, restauró el culto a Marduk, y permitió que las instituciones babilónicas siguieran funcionando. Babilonia continuó siendo una de las capitales del Imperio Aqueménida, alternando con Susa y Persépolis, y los reyes persas pasaban parte del año allí. El acadio siguió siendo lengua administrativa junto con el arameo y el persa. Los templos conservaron sus propiedades y privilegios. Para la población común, el cambio principal fue probablemente fiscal: los tributos ahora fluían hacia Persia en lugar de enriquecer la élite babilónica local. Esta política de tolerancia cultural persa contrastaba con prácticas asirias y neobabilónicas previas de deportaciones masivas y destrucciones de centros religiosos, lo que explica la relativa aceptación del dominio persa documentada en fuentes contemporáneas.
¿Qué innovaciones científicas debemos a los babilonios?
Los babilonios realizaron contribuciones fundamentales a astronomía y matemáticas que influirían permanentemente en la ciencia occidental. En astronomía, compilaron registros sistemáticos de fenómenos celestes durante siglos, pudiendo predecir eclipses y movimientos planetarios. Desarrollaron el zodíaco de 12 signos, dividieron el círculo en 360 grados (sistema que aún usamos), y establecieron la hora de 60 minutos basándose en su sistema sexagesimal.
Sus efemérides astronómicas influirían en astronomía griega y, posteriormente, en toda la astronomía europea. En matemáticas, empleaban notación posicional de base 60, resolvían ecuaciones de segundo y tercer grado, conocían relaciones trigonométricas (incluyendo lo que posteriormente se llamaría teorema de Pitágoras), y calculaban áreas, volúmenes y raíces cuadradas con notable precisión. Las tablillas matemáticas babilónicas revelan sofisticación que no sería superada hasta el Renacimiento. Estos logros fueron posibles por la institución del escriba profesional, educado en escuelas especializadas donde se preservaba y transmitía conocimiento acumulado durante generaciones.
¿Era el Código de Hammurabi realmente justo para su época?
El concepto de «justicia» del Código de Hammurabi difiere radicalmente de concepciones modernas de igualdad ante la ley. El código establecía explícitamente distintos estándares según la clase social: las penas por el mismo delito variaban si la víctima era awilum (noble), muškenum (plebeyo) o wardum (esclavo). La célebre «ley del talión» («ojo por ojo») solo se aplicaba entre miembros de la misma clase; agredir a alguien de clase inferior conllevaba simplemente multas.
Las mujeres tenían algunos derechos (herencia, divorcio, propiedad) notables para su época, pero el adulterio femenino se castigaba con muerte mientras que el masculino era tolerado. Sin embargo, juzgado en su contexto histórico, el Código representó un avance significativo: establecía por primera vez que la justicia debía basarse en leyes escritas, públicas y conocibles, no en el capricho de jueces o poderosos. Limitaba la venganza privada mediante penas proporcionales reguladas. Protegía a viudas, huérfanos y pobres mediante disposiciones específicas. Fue un paso crucial en la evolución de sistemas legales codificados que serían fundamentales para toda civilización compleja posterior.
¿Qué idioma se hablaba en el Imperio babilónico?
El Imperio babilónico era multilingüe, reflejando la diversidad étnica de Mesopotamia. La lengua administrativa y cultural principal era el acadio, idioma semítico emparentado con hebreo y árabe, que se escribía mediante el sistema cuneiforme heredado de los sumerios. El acadio tenía dos dialectos principales: babilonio (sur) y asirio (norte), mutuamente inteligibles pero con diferencias léxicas y gramaticales. Aunque la lengua sumeria (no semítica, aislada lingüísticamente) había dejado de hablarse hacia 2000 a.C., se conservaba como lengua sagrada en contextos religiosos, similar al latín en la Europa medieval.
Durante el primer milenio a.C., el arameo, otra lengua semítica, se extendió como lingua franca comercial por todo el Oriente Próximo, coexistiendo con el acadio. Después de la conquista persa, el persa antiguo se añadió como lengua administrativa imperial. Esta diversidad lingüística era típica de grandes imperios antiguos, donde élites políticas, escribas, comerciantes y población común frecuentemente hablaban idiomas diferentes según contextos sociales.
¿Por qué Babilonia se convirtió en símbolo negativo en la cultura occidental?
La transformación de Babilonia en símbolo de maldad y corrupción se debe principalmente a su representación en la Biblia hebrea. Para los judíos, Babilonia era la potencia que destruyó Jerusalén y el Templo de Salomón (586 a.C.), símbolo de su identidad nacional y religiosa, y los deportó masivamente. Los profetas hebreos desarrollaron una teología ambivalente: Babilonia era instrumento de Dios para castigar la infidelidad judía, pero sería castigada por su crueldad. La Torre de Babel (Génesis 11) simbolizaba la soberbia humana que desafía a Dios.
Esta imagen culmina en el Apocalipsis, donde «Babilonia la Grande» representa todo poder corrupto que persigue a los fieles. Esta interpretación bíblica dominó la percepción occidental durante dos milenios: padres de la Iglesia identificaron Babilonia con cualquier poder considerado pecaminoso (Roma pagana, después Roma católica para protestantes), y «babilónico» devino sinónimo de corrupción, confusión y decadencia. El redescubrimiento arqueológico desde el siglo XIX comenzó a corregir esta imagen unilateralmente negativa, revelando una civilización sofisticada que aportó fundamentales avances a la humanidad, pero el simbolismo negativo persiste en cultura popular.
Fuentes y bibliografía
Fuentes primarias y traducciones
- Código de Hammurabi.
- Enuma Elish: el Poema Babilónico de la Creación.
- La Epopeya de Gilgamesh.
- Pritchard, James B. Ancient Near Eastern Texts Relating to the Old Testament.
Estudios académicos en español
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- Sanmartín, Joaquín y José Miguel Serrano. Historia Antigua del Próximo Oriente: Mesopotamia y Egipto. Madrid: Akal, 1998
- Vidal, Jordi. El Próximo Oriente Antiguo. Madrid: Síntesis, 2006
- Peinado, Federico Lara. Babilonia. Madrid: Historia 16, 1991
- Klengel, Horst. El Antiguo Oriente. Madrid: Siglo XXI, 1983
- Cassin, Elena; Jean Bottéro y Jean Vercoutter (dirs.). Los Imperios del Antiguo Oriente: Del Paleolítico a la mitad del segundo milenio. Madrid: Siglo XXI, 1970
Estudios académicos en inglés
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- Kuhrt, Amélie. The Ancient Near East, c. 3000-330 BC. 2 vols. London: Routledge, 1995
- Roux, Georges. Ancient Iraq. London: Penguin Books, 1992
- Saggs, H.W.F. The Babylonians. London: Folio Society, 2007
- Beaulieu, Paul-Alain. A History of Babylon, 2200 BC – AD 75. Oxford: Wiley-Blackwell, 2018
- Jursa, Michael. Aspects of the Economic History of Babylonia in the First Millennium BC. Münster: Ugarit-Verlag, 2010
- Wiseman, Donald John. Nebuchadrezzar and Babylon. Oxford: Oxford University Press, 1985
- Finkel, Irving and Michael Seymour (eds.). Babylon. Oxford: Oxford University Press, 2008
- Charpin, Dominique. Hammurabi of Babylon. London: I.B. Tauris, 2012
- Bottéro, Jean. Mesopotamia: Writing, Reasoning, and the Gods. Chicago: University of Chicago Press, 1992
Recursos digitales especializados
- Cuneiform Digital Library Initiative (CDLI).
- The British Museum – Ancient Mesopotamia.
- Oriental Institute of Chicago – Mesopotamia Collection.
- Yale Babylonian Collection.
Arqueología y excavaciones
- Koldewey, Robert. The Excavations at Babylon. London: Macmillan, 1914
- Pedersén, Olof. Archives and Libraries in the City of Assur: A Survey of the Material from the German Excavations. Uppsala: Almqvist & Wiksell, 1985-1986
- Dalley, Stephanie. The Mystery of the Hanging Garden of Babylon: An Elusive World Wonder Traced. Oxford: Oxford University Press, 2013
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